3/9/10

EL LADO OSCURO DEL SUN-DAY

No hay día que deteste más que el domingo, cuando muera en mi tumba escribirán la frase "los domingos son deprimentes". Este es un día que no está hecho para los propensos a la melancolía. Salir a la calle el séptimo día de la semana nos da la sensación de que nos quedamos solos en el pueblito abandonado del farwest.
El otro día leí que uno “es” de acuerdo a cómo hace su cama, por lo tanto este es el día de la semana que ni siquiera se “ES”, porque a quién corchos le importa tender la cama un domingo, si total te vas a desparramar allí a cada rato para ver la TV. Es el día de la joggineta, ese día holgado en el que tu marido se reprocha no haber puesto a salvo aquella imagen de la noviecita arreglada que lo espera en cada cita. Pero a quién le importa tanta producción, para qué despilfarrar maquillaje si los domingos son el día más corto de la semana, el jamón del sándwich entre el lunes y el sábado. En general se considera que el sábado es el día del esparcimiento, y el lunes el día en que se inicia la semana laboral o estudiantil (salvo que seas diputado). Pero si yo preguntara cuantas horas tiene el día domingo, seguramente responderían: 24 horas ¡pero no! Las únicas horas que le pertenecen a este día son 6, desde las 12 hasta las 18 horas, el resto de las horas se las lleva el sábado y el lunes. Por ejemplo, si fuiste a una fiesta el sábado por la noche y fue una noche inolvidable, cuando lo contás decís: "no sabes que bien la pasé el sábado por la noche", aunque parte de esas horas pertenecen al domingo. Después de tanta joda nocturna, por lo general dormís hasta el mediodía, restándole nuevamente horas al domingo y si por casualidad te llegas a sentar en la cama a las 7 de la mañana, inmediatamente surge la siguiente reflexión: "mejor sigo durmiendo porque mañana tengo que ir a trabajar".
A partir de las 18 horas del séptimo día de la semana, nuestra mente y espíritu ya le pertenecen al día lunes. A modo de ejemplo, es la hora en que tu hijo se acuerda que no hizo la tarea y que tiene que practicar la cursiva mayúscula y te dice: "mamá ¿cómo era la D mayúscula?" Y no tienes la menor idea, porque hace rato que escribes en imprenta. Así es como destinas el resto de las horas de este día tan breve, practicando con tu hijo el trazo de la cursiva y al final a él le sale mejor.
Debo confesar que ni los recuerdos de la infancia lograron sacar a flote el lado luminoso y positivo del SUN-DAY. De los que pasaba en mi casa recuerdo la melodía insoportable del gordo Muñoz relatando algún partido de fútbol, que me arruinaban las pocas horas útiles del domingo. Si no era tu padre el que lo escuchaba en la radio y ese día optaba por la siesta, nunca faltaba un vecino que escuchaba al mismo gordo a todo volumen. Sin embargo, era peor cuando mi tutor, padre o encargado decidía utilizar sus horas de ocio para reparar algún artefacto del hogar. Seguramente esa noche dormíamos con la puerta abierta porque de tanto martillar rompía alguna cerradura, o con el baño inundado, porque se le ocurría reparar el flotador del inodoro.
Además cuando la tarde dominical se esfumaba, cualquier cosa que quisiera emprender era frustrada por la voz de mi madre que decía: "empeza a prepararte que mañana tenés que ir al colegio" y mi mente y espíritu se embarraban con la idea de que al otro día tendría que levantarme a las 6 y ½ de la mañana. La pena aumentaba cuando veía que esa señora planchaba mi uniforme y se aparecía mi imagen semanal encerrada en ese atuendo. Para colmo de males, me torturaba la idea de que a la mañana siguiente debería luchar nuevamente con mi motricidad fina para abrochar el puto corbatín. Yo digo: ¿a quién mierda se le ocurrió que a un niño le es más fácil prender un corbatín, que hacerle el nudo a una corbata?
Antes de acostarme debía cepillar los zapatos y mientras los embadurnaba con pomada, comenzaba a experimentar la sensación de mis pies atrapados durante todo el día en las medias ciudadela y los zapatos de suela (porque no existían los zapatos que existen ahora) que te quemaban las plantas de los pies y peor si eran los ortopédicos reforzados con plomo en el talón. Esos dinamitaron mi futuro de maratonista.
Algunos domingos para romper con la rutina salíamos de paseo. Si íbamos a la casa de mi abuelo, ese domingo me consolaba saber que iba a comer la mejor comida italiana. Sin embargo, el domingo se hacía más corto aún debido a que el plan de la tarde era una larga siesta familiar, luego de semejante comilona. A veces me plegaba pero sin poder disimular mi energía infantil, comenzaba a moverme de un lado al otro y el silencio se rompía cuando derramaba la colonia de la abuela y era inmediatamente desterrada del santuario de Hipnos. De allí salía despedida hacia el patio donde molestaba por un rato a Blanquita y Lila, las perritas de mi abuelo, que también dormían y me rajaban con un tarascón. A veces comenzaban a ladrar y ese era el momento en que huía al escondite porque toda la familia salía a buscarme. Finalmente y sin saber que hacer la tarde se me iba de las manos y en casa me esperaba la trillada rutina preescolar.
Cuando salíamos a algún parque recreativo o al cine Los Angeles, tenía la esperanza que la diversión nunca terminaría, pero al regreso era habitual que mi padre se perdiera y mi madre oficiaba de brújula (es que no había GPS). Ese era el instante en que comenzaba a arderme la quemadura solar o me daba cuenta que me había excedido con el maní con chocolate, mientras de fondo sonaba la interminable discusión de mis progenitores.
En fin como verán, con toda esta explicación trato de hacerles entender, mi hipótesis: "los domingos son un bajón". Si tuviera que relatarles todas las estrategias que implemente para encontrarles sentido, mi relato se transformaría en un monólogo interminable. Así que simplemente me resigno a que lo disfruten los que puedan.

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